Visita a Colonia General Necoche, Provincia de Chaco, Argentina.
12 de junio de 2011
El viento hace volar la tierra reseca y aviva el fuego cerca de cada vivienda. Las brasas arden durante todo el día, calentando agua para el mate o cocinando la tortilla de harina y grasa que consumen las familias mocovíes. A veces ese es el único alimento de la jornada.
Las casitas de adobe o ladrillo sin revoque están esparcidas en el monte -o lo que queda de él- donde generaciones anteriores cazaban y recolectaban miel. Los mismos aborígenes han talado los árboles para vender la madera y estas pocas hectáreas que el gobierno les ha concedido, ya no pueden proveer alimento a la comunidad.
Colonia General Necochea es uno de los numerosos asentamientos aborígenes del norte argentino. Un territorio donde los niños parecen multiplicarse cuando llega un vehículo, mientras que las mujeres observan tímidamente a la distancia y los hombres salen al encuentro del visitante. Un encuentro que resulta emocionante cuando quien llega está regresando después de casi una década de ausencia.
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En esta
toldería pasé cinco meses como aprendiz, aunque ellos me recuerden como “la misionera”. Regresar y encontrar a las mismas familias, los mismos hermanos en la fe, el mismo Pastor, es una tremenda alegría. Al mismo tiempo,
es triste ver que las condiciones de vida casi no han cambiado en esta parte del asentamiento, que el tendido de energía eléctrica prometido en cada víspera de elecciones nunca ha llegado, y que el único adelanto es la excavación de dos pozos de agua, con lo cual ahora son tres las bocas donde sumergir los cubos que luego son transportados a pie o en bicicleta hasta cada hogar.
El reducido templo de ladrillos y adobe, con techo de chapas (uno de los cinco lugares de culto evangélico que hay en Colonia Necochea) sigue idéntico, con bancos que son simples tablas de madera apoyadas sobre trozos de troncos. Las pequeñas ventanas resultan insuficientes para renovar el aire cuando llega el verano, los mosquitos invaden y el farol a gas agrega calor al ambiente. Pero en este precario lugar las reuniones de culto a Dios son verdaderas fiestas, con largos periodos de alabanza en idioma nativo, tiempo para compartir testimonios, participación de los jóvenes y las mujeres, y predicación de la Palabra.
AQUÍ SE ALABA A DIOS
El sábado a la noche se reúnen los jóvenes y el domingo en el mismo horario es la reunión general. “Suspendimos el culto de los miércoles porque casi todos los hombres se van a trabajar en los campos vecinos y queda poca gente”, explica Orlando, líder de alabanza, quien acaba de iniciar una reunión de niños los domingos a la tarde. “Invité a cinco o seis chicos y la sorpresa fue que vinieron veinticinco. No es una escuelita bíblica como otras porque el énfasis es la alabanza, aprender a cantar. Después quiero separar a los más grandecitos para enseñarles a tocar la guitarra”, comenta con entusiasmo. Su ministerio lo lleva a viajar por toda la provincia de Chaco, invitado para ministrar en reuniones especiales y campañas evangelísticas organizadas por las iglesias aborígenes de la región. Su esposa y tres hijos quedan en el monte.
En este templo se reúnen entre treinta y cincuenta personas, dependiendo de la época del año. Muchos hombres trabajan como cosecheros golondrina (algodón, girasol, trigo) y están fuera de la comunidad por largo tiempo. Mientras tanto, las mujeres y los niños sobreviven como pueden: de alguna ayuda que reciben de parte gobierno, de los trueques que hacen en la ciudad más cercana (Charata, a 25 km.): vasijas de barro o gallinas por ropa usadas, azúcar, yerba, harina. También hay algunas ONG e iglesias de la zona que periódicamente les llevan alimentos.
TESTIMONIO
En las inmediaciones de las colonias aborígenes algunos criollos han instalado “boliches”, es decir pequeñas proveedurías donde las familias nativas se abastecen de productos entregados a crédito. Cuando regresan los hombres que han salido a trabajar pagan la cuenta, y los que no son cristianos dejan también buena parte de su salario a cambio de bebidas alcohólicas.
“Yo me emborrachaba y venía a molestar a los cristianos cuando había culto”, dice con una amplia sonrisa Víctor, un hombre a quien Dios transformó. Todos lo conocen, saben cómo era su vida, y su testimonio de conversión ha impactado a muchos. Este hombre, llamativamente alto, es uno de los pocos que junto a su esposa se ha dispuesto a vencer la aridez de la tierra y la falta de agua: además de plantar algunas especies ornamentales rodeando la vivienda, están cosechado batatas que venden en la proveeduría cercana. Otras familias han hecho una pequeña huerta, asimilando por fin las enseñanzas de los técnicos del Ministerio de Agricultura que periódicamente visitan la zona.
AUSENCIA Y ESPERANZA
Hasta este paraje llegó hace unos años un grupo de jóvenes de la FIEIDE (Federación de Iglesias Evangélicas Independientes de España), llevando ofrendas que bastaron para comprar ladrillos y otros materiales de construcción. En el núcleo “urbano” de la Colonia -donde sí hay energía eléctrica, una sala de primeros auxilios y un puesto policial- ellos mismos construyeron el templo que sustituyó al de adobe. Se trata de un salón bastante amplio, con grandes ventanas y techo alto para amainar el calor.
Desde entonces, el Pastor Sixto Lalecorí alimenta la esperanza de que un día regresen “los españoles” y construyan un templo en su comunidad, en este pedacito de monte al que ahora hemos llegado.
La madre del Pastor Sixto, conocida por todos como “Abuela Felipa”, nos recibe con alegría pero no puede apreciar los brillantes colores del pañuelo que le llevarnos de regalo. Está ciega. Su nieta Gabriela, que era una niña la última vez que la vimos, ahora tiene dos hijos. Con la formación de nuevas parejas, las casitas se han ido multiplicando: como siempre han hecho los de su etnia, las familias mocovíes se agrupan y constituyen un núcleo que honra a sus mayores. En este caso, la querida Abuela Felipa ocupa el lugar de honor.
Lalecorí no estaba en la comunidad cuando llegamos. No hemos podido hablar con él, pero su esposa e hijos han recibido las cajas de ropa y alimentos no perecederos que llevamos gracias a la colaboración de varias personas. Tal vez esta circunstancia –su ausencia- sea el motivo que nos haga regresar en otra oportunidad y, si es posible, compartir un culto a Dios celebrado en lengua mocoví.
Autores: Verónica Rossato
© Protestante Digital 2011