Rivera y más allá
El Ford Falcon se desplazaba veloz por
las calles de la ciudad dormida. Con los ojos vendados, apretujada entre dos
hombres en el asiento posterior, sentía sobre mis costillas la presión de un
arma, e intentaba dominar el miedo.
Aquella madrugada de octubre de 1976
me desperté al oír golpes en la puerta. Supe que venían a buscarme. Varios
hombres con el rostro cubierto ingresaron en la casa y me empujaron a punta de
pistola hasta el dormitorio. En pocos
minutos todo quedó revuelto, mil cosas desparramadas. Cartas y fotografías desaparecieron.
El operativo fue rápido. Cuando el
emblemático Falcon verde se puso en marcha, mi madre y mis hermanas aún permanecían
sentadas en los sillones del living, con la cabeza cubierta por las fundas de las
almohadas, paralizadas por las amenazas de los paramilitares. Mi padre estaba
de viaje y mis hermanos no habían regresado de alguna salida con sus amigos.
Noté que otro auto nos seguía y en un
momento en que ambos se detuvieron, creí oír un disparo. “Mataron a alguien. Ahora
me toca a mí”, pensé. Procuré imaginar el dolor que producirían las balas
entrando en la carne. Comencé a respirar con dificultad.
-
¿Qué te pasa? ¿Te sentís mal?, preguntó mi custodio.
El
orgullo me impidió admitir el pánico.
-
El pelo sobre la cara no me deja respirar, respondí con dignidad fabricada.
Desesperadamente
buscaba reconocer el rumbo que tomamos al reanudar la marcha. Presté atención a
los sonidos, a las curvas del camino. Si nos dirigíamos a La Perla, en el camino a Villa
Carlos Paz, me esperaba la tortura segura y posiblemente la muerte. A los pocos minutos respiré con alivio. No
habíamos salido de la ciudad y, según lo
que alcanzaba a ver por debajo de la venda, circulábamos por calles arboladas.
Supuse que estábamos en barrio San Vicente, eso significaba que tenía
posibilidades de sobrevivir.
Poco después
llegamos al Campo de la Rivera, destacamento de Gendarmería que funcionó como
lugar de detención clandestina desde 1975, a cargo del III Cuerpo de Ejército.
Allí, una vez ‘verificados los antecedentes’, los detenidos eran enviados a la
cárcel o a La Perla. Algunos recuperaban la libertad.
Me encerraron
en una celda diminuta. En los días que permanecí allí, mantuve mi mente ocupada
practicando posturas de yoga y contando la respiración hasta que algún
pensamiento irrumpía. Entonces recomenzaba, uno, dos, tres…. Me erguía en postura
invertida, apoyada sobre la cabeza, con las manos entrelazadas en la nuca.
Tenía los ojos vendados de modo que no podía ver a los gendarmes cuando los
escuchaba abrir la ventanita de la puerta de metal para observarme. Me convertí
en la curiosidad de los guardias del pequeño “campo de concentración” en el que
cientos de hombres y mujeres, estudiantes y trabajadores, compartían bronca y
dolor.
Pocos días
después –cuando ya estaba en la cuadra con las otras mujeres- al atardecer se
corrió la voz de que llegaban ‘los de Aeronáutica’. Quienes se habían levantado
la venda con la complicidad de los gendarmes volvieron a colocársela sobre los
ojos y todas permanecimos muy quietas, sentadas en los colchones mugrientos que
compartíamos entre dos o tres. Sólo podíamos ver sus botas –“pueden aplastarme,
como a una cucaracha”-, escuchar su voz y responder a sus preguntas. Se
burlaban, nos insultaban. En una de estas visitas, un hombre que se hacía
llamar Enrique mostró compasión y se ofreció para llevar noticias a mi familia.
Escribí un mensaje en un pedacito de papel y una de mis hermanas envió una
escueta respuesta. Así supieron en casa que seguía viva.
Hubo momentos
en que me obligaron a hacer de enfermera, acompañando al médico –secuestrado junto
con su esposa embarazada- que debía curar a las mujeres que venían de La Perla o habían sido
picaneadas allí mismo. Sabíamos que algo así estaba ocurriendo cuando a la hora
habitual de los interrogatorios escuchábamos la radio a todo volumen, apagando
los gritos.
Cuando llegaba mi
turno de ‘entrevista’ me zambullía en un ‘juego de estrategia’, intentando anticipar la próxima jugada-pregunta para
armar un rápido movimiento-respuesta. Medía cada palabra propia y ajena. ¿Habrían averiguado que yo sabía lo que callaba? Día
tras día la misma tensión e incertidumbre. Si alguien hablaba, sabrían.
Mientras tanto, corrían rumores, había traslados, movimientos de camiones en la
noche, voces que dejaban de oírse, otras que se convertían en lamentos.
Pasaba mucho
tiempo aislada, sentada al sol, contando la respiración para no perder la
cordura. La rutina se rompía cuando me llamaban para limpiar la oficina de la
guardia. Desde allí podía ver las copas de los árboles, al otro lado de una
ventana alta. Me reconfortaba observar esas hojas verdes mientras pasaba el
trapo mojado, aunque tuviera que soportar sobre mí la mirada burlona de algunos
uniformados.
A la hora de
la comida, debíamos estar con las vendas puestas porque compartíamos el patio
con los varones. El hecho de no poder vernos no impidió que a veces conversáramos
o cantáramos juntos. Incluso surgieron romances alimentados por mensajes enviados
de pabellón a pabellón, con la
complicidad de algunos guardias.
En la mañana del
26 de noviembre, apenas había comenzado la tarea de limpieza en la oficina, un
gendarme me llamó desde el patio. Al cruzar el umbral escuché voces: “Cumpleaños
feliz”. Mujeres y hombres coreaban a ciegas. Me pareció una escena atroz. No
pude alegrarme, tuve ganas de llorar pero grité “gracias” con toda la potencia
que logré darle a mi voz.
Una tarde salí
de allí. Un camión me dejó en Barrio Junior, cerca del río. Una mano me quitó
la venda y una voz masculina me ordenó que caminara recto, sin mirar atrás,
hasta que ya no escuchara el ruido del motor. Obedecí.