VERONICA ROSSATO

25 de octubre de 2012

Octubre...

                                   Rivera y más allá

El Ford Falcon se desplazaba veloz por las calles de la ciudad dormida. Con los ojos vendados, apretujada entre dos hombres en el asiento posterior, sentía sobre mis costillas la presión de un arma, e intentaba dominar el miedo.
Aquella madrugada de octubre de 1976 me desperté al oír golpes en la puerta. Supe que venían a buscarme. Varios hombres con el rostro cubierto ingresaron en la casa y me empujaron a punta de pistola hasta el dormitorio.  En pocos minutos todo quedó revuelto, mil cosas desparramadas. Cartas y fotografías desaparecieron.
El operativo fue rápido. Cuando el emblemático Falcon verde se puso en marcha, mi madre y mis hermanas aún permanecían sentadas en los sillones del living, con la cabeza cubierta por las fundas de las almohadas, paralizadas por las amenazas de los paramilitares. Mi padre estaba de viaje y mis hermanos no habían regresado de alguna salida con sus amigos.
Noté que otro auto nos seguía y en un momento en que ambos se detuvieron, creí oír un disparo. “Mataron a alguien. Ahora me toca a mí”, pensé. Procuré imaginar el dolor que producirían las balas entrando en la carne. Comencé a respirar con dificultad.
- ¿Qué te pasa? ¿Te sentís mal?, preguntó mi custodio.
El orgullo me impidió admitir el pánico.
- El pelo sobre la cara no me deja respirar, respondí con dignidad fabricada.
Desesperadamente buscaba reconocer el rumbo que tomamos al reanudar la marcha. Presté atención a los sonidos, a las curvas del camino. Si nos dirigíamos a La Perla, en el camino a Villa Carlos Paz, me esperaba la tortura segura y posiblemente la muerte.  A los pocos minutos respiré con alivio. No habíamos salido de la ciudad  y, según lo que alcanzaba a ver por debajo de la venda, circulábamos por calles arboladas. Supuse que estábamos en barrio San Vicente, eso significaba que tenía posibilidades de sobrevivir.
Poco después llegamos al Campo de la Rivera, destacamento de Gendarmería que funcionó como lugar de detención clandestina desde 1975, a cargo del III Cuerpo de Ejército. Allí, una vez ‘verificados los antecedentes’, los detenidos eran enviados a la cárcel o a La Perla. Algunos recuperaban la libertad.
Me encerraron en una celda diminuta. En los días que permanecí allí, mantuve mi mente ocupada practicando posturas de yoga y contando la respiración hasta que algún pensamiento irrumpía. Entonces recomenzaba, uno, dos, tres…. Me erguía en postura invertida, apoyada sobre la cabeza, con las manos entrelazadas en la nuca. Tenía los ojos vendados de modo que no podía ver a los gendarmes cuando los escuchaba abrir la ventanita de la puerta de metal para observarme. Me convertí en la curiosidad de los guardias del pequeño “campo de concentración” en el que cientos de hombres y mujeres, estudiantes y trabajadores, compartían bronca y dolor.
Pocos días después –cuando ya estaba en la cuadra con las otras mujeres- al atardecer se corrió la voz de que llegaban ‘los de Aeronáutica’. Quienes se habían levantado la venda con la complicidad de los gendarmes volvieron a colocársela sobre los ojos y todas permanecimos muy quietas, sentadas en los colchones mugrientos que compartíamos entre dos o tres. Sólo podíamos ver sus botas –“pueden aplastarme, como a una cucaracha”-, escuchar su voz y responder a sus preguntas. Se burlaban, nos insultaban. En una de estas visitas, un hombre que se hacía llamar Enrique mostró compasión y se ofreció para llevar noticias a mi familia. Escribí un mensaje en un pedacito de papel y una de mis hermanas envió una escueta respuesta. Así supieron en casa que seguía viva.
Hubo momentos en que me obligaron a hacer de enfermera, acompañando al médico –secuestrado junto con su esposa embarazada- que debía curar a las mujeres que venían de La Perla o habían sido picaneadas allí mismo. Sabíamos que algo así estaba ocurriendo cuando a la hora habitual de los interrogatorios escuchábamos la radio a todo volumen, apagando los gritos.
Cuando llegaba mi turno de ‘entrevista’ me zambullía en un ‘juego de estrategia’, intentando  anticipar la próxima jugada-pregunta para armar un rápido movimiento-respuesta. Medía cada palabra propia y ajena. ¿Habrían averiguado que yo sabía lo que callaba? Día tras día la misma tensión e incertidumbre. Si alguien hablaba, sabrían. Mientras tanto, corrían rumores, había traslados, movimientos de camiones en la noche, voces que dejaban de oírse, otras que se convertían en lamentos.
Pasaba mucho tiempo aislada, sentada al sol, contando la respiración para no perder la cordura. La rutina se rompía cuando me llamaban para limpiar la oficina de la guardia. Desde allí podía ver las copas de los árboles, al otro lado de una ventana alta. Me reconfortaba observar esas hojas verdes mientras pasaba el trapo mojado, aunque tuviera que soportar sobre mí la mirada burlona de algunos uniformados.
A la hora de la comida, debíamos estar con las vendas puestas porque compartíamos el patio con los varones. El hecho de no poder vernos no impidió que a veces conversáramos o cantáramos juntos. Incluso surgieron romances alimentados por mensajes enviados de pabellón a pabellón, con  la complicidad de algunos guardias.
En la mañana del 26 de noviembre, apenas había comenzado la tarea de limpieza en la oficina, un gendarme me llamó desde el patio. Al cruzar el umbral escuché voces: “Cumpleaños feliz”. Mujeres y hombres coreaban a ciegas. Me pareció una escena atroz. No pude alegrarme, tuve ganas de llorar pero grité “gracias” con toda la potencia que logré darle a mi voz.
Una tarde salí de allí. Un camión me dejó en Barrio Junior, cerca del río. Una mano me quitó la venda y una voz masculina me ordenó que caminara recto, sin mirar atrás, hasta que ya no escuchara el ruido del motor. Obedecí.

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Gracias Nuria. Para mí sigue siendo impactante. Y maravilloso: Dios guardó mi vida y años después comprendí el propósito. Un abrazo

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