"Ni el que planta ni el que riega es algo, sino Dios que da el
crecimiento". (1 Cor. 3:7)
En el año 2012 yo vivía temporalmente en Córdoba (Argentina), en un pequeño apartamento que por estar en planta baja tenía un patio con césped (grama) y algunas plantas. Para enriquecer la tierra hice un hoyo donde arrojaba los deshechos orgánicos. Para mi sorpresa, un día comenzó a crecer una planta en ese lugar: un carozo (hueso) de palta (aguacate) había germinado. Fue una hermosa sorpresa, pero pensé que en ese lugar -muy cerca de un muro- y en un clima nada favorable, no prosperaría mucho. Simplemente, lo dejé estar. Continuó creciendo, fue desarrollando un delgado tronco, sus hojas se hicieron más grandes, pero yo continuaba sin tener esperanza de que llegara muy lejos. A mediados del 2013 me trasladé a Puerto Rico y el arbolito tenía ya más de un metro de altura. Pensé en sacarlo porque en el futuro podía molestar a algún vecino, y “si total no va dar fruto…”. La inquilina que ocupó después el apartamento lo cuidó, vio crecer su tronco y sus hojas, pero nada más.
Hace unos días, la inquilina actual me envió esta foto que miré incrédula. El árbol, casi descartado, aquel que parecía inútil, ¡está dando fruto!
Cuántas veces creemos que hemos predicado en vano, que la semilla cayó en mala tierra, que el contexto no es favorable, que no vale la pena seguir cultivando una relación, que mejor descartarla y seguir. Pero, aún sin que lo percibamos, Dios está obrando, está dando crecimiento. Tal vez nosotros no lleguemos a ver el fruto espiritual que anhelamos, pero otros lo recogerán.
Sigo sembrando y cuidando, allí donde Dios me lleve, aunque parezca tierra desierta.
Es el Espíritu quien da el crecimiento.
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