Una línea de espuma ondulante puso límite al azul que hasta momentos antes parecía infinito, dando paso a una superficie dorada que comenzaba plana y luego se convertía en dunas.
Bastaron cincuenta minutos
de vuelo desde Las Palmas de Gran Canaria para recibir el impacto de la primera
visión del Sahara, vivo, cambiante, al igual que el mar con el que se funde en
eterno abrazo.
En los meses siguientes, durante mi estadía en El Aaiún, tuve oportunidad de disfrutar la sensación de la arena blanda, seca, enterrando mis pies en ella. Con asombro experimenté el calor de una ladera de la duna, iluminada por los primeros rayos del sol, y la frescura de la otra, en sombra, guardando aún la temperatura de la noche.
Estuve en el Sahara Occidental un año, y no me cansé del desierto; es que nunca dejó de sorprenderme. En la primavera lo vi florecer en algunos rincones; conocí dunas lisas y otras surcadas por líneas que les imprime el viento, ese mismo viento que es capaz de trasladarlas, grano a grano, haciéndolas viajar de un lugar a otro. En ocasiones, alguna señora duna decide reposar en medio de una carretera, entonces, para ayudarla a continuar la travesía, entran en acción las palas mecánicas.
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