Sentada sobre la alfombra, con las piernas cruzadas y los pies cuidadosamente cubiertos por la melfa colorida, Fatimetu repite la ceremonia varias veces al día. En su casa la tetera no llega a enfriarse. Pacientemente prepara té para su suegra, para su marido, o para quienes llegan a la casa, sea la hora que sea. En caso de que las visitas no pertenezcan a la familia o al pequeño círculo de amigos íntimos, su marido hace el té para los hombres en un salón y ella para las mujeres, en el otro.
Nos conocimos en una feria de comerciantes nómadas que recorren las ciudades del Sahara Occidental. Se acercó cuando percibió que intentaba hacerme entender en español para pedir rebaja en el precio de algo que quería comprar. “Hablo español, ¿necesitas ayuda?”, dijo con una sonrisa.
Al enterarse de que provenía de América Latina, su sonrisa se ensanchó. “Estudié en Cuba”, dijo con alegría y nostalgia a la vez. Comprendí enseguida su procedencia.
Un saharaui que ha estudiado en Cuba pertenece a la diáspora asentada en la hamada argelina a partir del momento en que su tierra tuvo otro dueno. Además, es alguien que ha sido separado a corta edad de su familia y ha crecido al amparo del gobierno de Fidel Castro. Si después de pasar por ese proceso, se encuentra en El Aaiun “ocupado”, como dicen ellos (porque este mismo nombre se repite en uno de los asentamientos de la República Árabe Saharaui, constituida en el desierto argelino), es porque ha decidido abandonar los campamentos de refugiados y volver a su tierra original, aceptando la soberanía del país que ahora enarbola allí su bandera.
A Fatimetu le costó varios días decírmelo. Ni falta hacía, pero tuvimos que hablar del tema para cimentar la confianza. Ella y su marido son parte del grupo de “retornados”.
Nuestra amistad creció en base a la aceptación y respeto mutuo, su casa fue mi casa y su familia un refugio afectivo.
La visitaba con frecuencia y hablábamos de todo. A veces, en medio de una animada conversación se levantaba para ir a rezar sobre la alfombra, cuando escuchaba el llamado del muecín. Momentos después retornaba y podía contarme -con toda tranquilidad- que le mentía a su marido para encubrir a su hijo adolescente que prefería el futbol al estudio. No era para sorprenderse: entre los musulmanes la mentira es moneda corriente y la justifican plenamente si “no daña a nadie”.
Un día le dije que tenía malestar de estomago y enseguida me ofreció unas hierbas secas, explicándome que se usan corrientemente contra el “mal de ojo”. Pero de inmediato agregó: “No es brujería”. Supe entonces que había comenzado a comprender que mi fe estaba puesta en Dios.
Al llegar el verano, fui a visitarla en la playa donde veraneaba con su familia. Todavía quedaban niños jugando en la arena, el aire era fresco, el primer murmullo de rezos ascendía desde los minaretes como la crecida de un rio invisible. El sol languidecía. Fatimetu me agradeció la visita, y yo no tuve coraje para decirle que pronto abandonaría el país.
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