VERONICA ROSSATO

10 de junio de 2010

La Mano de Fátima


En una casita en las montañas del Atlas vivía una mujer muy temerosa. Siguiendo la tradición marroquí, tenía el amuleto de la mano de Fátima junto a la puerta de la vivienda, para protección de toda la familia. A pesar de ello, no lograba alejar de su mente el temor de que alguna desgracia les aconteciera.

La situación empeoró cuando lo que temía sucedió y su marido murió fulminado por un rayo mientras reunía las ovejas para llevarlas al corral. Vendió una de estas ovejas y compró una mano más grande, de oro con un ojo de cristal, y la colocó en el dintel de la ventana de su habitación. Al día siguiente bajó de nuevo al pueblo y adquirió dos más, esta vez de plata, y las ubicó una a cada lado de la anterior.

Cada noche, cuando se acostaba, fijaba la vista en ese ojo celeste… pero en lugar de sentirse protegida -como era de esperar-, se sentía observada. Sin embargo, jamás hubiera osado quitar de allí el amuleto por temor a que la desgracia se hiciera presente. Para remediar la situación decidió comprar otra mano y como ya no le quedaba dinero de la venta de la oveja, vendió la ropa, los zapatos y las gafas del difunto esposo. Esta vez consiguió un precioso talismán hecho en delicada filigrana.

En el pueblo todos la conocían y sabían su debilidad. Siempre había alguien que le ofrecía una mano de Fátima con algún detalle diferente a las que ya poseía. “Así me sentiré protegida”, se decía a sí misma mientras entregaba resignada el dinero que había llevado para comprar arroz, harina y verduras.

El tiempo pasaba pero sus temores no. Un día su hijo le anunció que se iba a España y antes de partir le regaló otra mano de Fátima. Ella la colocó en el pequeño salón donde comía.

El temor ganaba terreno y la mujer ya no podía hacer las oraciones porque pensaba que algo malo iba a suceder mientras estaba de rodillas con la cabeza inclinada.

Su hijo consiguió trabajo en España y comenzó a enviarle dinero, con lo cual pudo comprar muchos talismanes más. Colgó manos de bronce, de plata, de cerámica, de madera pintada, talladas, labradas, algunas con un ojo verde o celeste, otras lisas. Al llegar a la número mil y una, las paredes de la casa parecían un colador.

Una noche en que la mujer por fin se había quedado dormida, sintiéndose protegida por Fátima, las debilitadas paredes no soportaron el peso del techo y la casa se derrumbó.

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