VERONICA ROSSATO

13 de julio de 2010

Sin Retorno (basta ya!)


Relato  
Latifa ha tenido siempre la mente inquieta. Tal vez a causa del mar, la playa,  los atardeceres violáceos o las gaviotas que con sus gritos alimentaron en ella el anhelo de descubrir la esencia de su ser. 
Mientras mira en un espejo su rostro moreno, joven pero con signos de haber padecido, surge nítido un recuerdo de su infancia al otro lado del mar, allá en Marruecos…
Anochece en Tánger y ella juega sola en la terraza mientras su madre ha ido al horno público en busca del pan que amasó hace unas horas. A la edad de diez años, Latifa mira hacia el descampado donde unos niños juegan a la pelota y se pregunta quién sería si hubiera nacido varón, si pudiera salir sola a la calle e ir algun día a la universidad. ¿Qué determina quién es uno? Entonces, con toda su alma deseó que ocurran cambios drásticos en su vida para comprobar qué parte de ella misma permanecía inmutable.
¡Vaya si hubo cambios! Acababa de cumplir catorce años cuando su padre le anunció que estaba comprometida con un pariente lejano del cual ella prefería no recordar la edad.
-Es un buen hombre y tiene una linda casa. El amor viene después, con la convivencia -le aseguró su madre cuando dijo, aterrada, que no quería casarse.
La boda fue en verano, como la mayoría de las bodas en Marruecos. El novio pagó todos los gastos, alquiló el mejor salón de fiestas de la ciudad y los cuatro trajes que ella debía lucir a lo largo de la ceremonia. No faltó detalle, ni bebidas ni comida para los numerosos invitados y los que sin haber sido invitados se sumaron al festejo.
Permaneció sentada durante horas en el trono dorado, comió dátiles y bebió leche para asegurar la fertilidad, se cambio de ropa y subió al balancín para que la pasearan al ritmo de la música bereber.  Al final de la noche, agotada y asustada, Latifa se dejó conducir a la casa de su marido, la misma que él había habitado con sus dos esposas anteriores hasta divorciarlas. Algunas mujeres mayores los siguieron y esperaron en el salón, tomando té y contando historias. Una de ellas fue varias veces hasta la puerta de la habitación para preguntar si ya habían hecho lo que debían hacer. Por fin el hombre se asomó y exhibió la mancha roja que constataba la virginidad. No había fraude, la dote entregada bien valía la pena y las mujeres lanzaron gritos de júbilo, haciendo vibrar la lengua con gran destreza.
Latifa comprendió aquella noche que ser mujer era sufrir y aguantar.
No tardó en quedar embarazada, pero el bebé murió antes de nacer. Las hemorragias la debilitaron y se sintió muy abatida. La vida se le iba sin haberla vivido, pero para sorpresa propia y de los demás, se recuperó de un día para otro y volvió a amasar, a freír, a fregar y a abrir la puerta para ir a jugar con las muñecas que escondía en un rincón de la terraza, aprovechando las largas ausencias de su marido. Solo a ellas podía contarles que él la maltrataba, segura de que no responderían: “Algo habrás hecho”.
Las visitas al hamman con su suegra o las cuñadas eran las únicas salidas durante semanas. El vapor del baño público la envolvía como un manto suave y encontraba delicioso el ancestral ritual de higiene con jabón en pasta y manoplas ásperas. Fregaba su delgado cuerpo hasta que la piel desprendía las células muertas, quedando limpia y enrojecida. Los chorros de agua caliente llevaban su apatía y luego el agua fresca le devolvía las ganas de vivir.
Dos años después del primer embarazo nació su hijita. Su corazón anheló que la pequeña pudiera escapar del destino marcado por la cultura, por los hombres, por la tradición. “Quiera Alá que puedas salir de Marruecos, estudiar, casarte por amor”, le decía en secreto. Para ella la escuela era un recuerdo lejano y el amor nunca había llegado.
Desde la terraza de la casa veía el mar, inmenso, azul, vital. Buscaba formas en la espuma que invadía la arena, anticipaba las mareas y llegó a reconocer cuándo el viento era tan potente como para impedir la salida de los ferry. En las noches de verano, cuando el marido no estaba en casa, se quedaba mirando las luces de las barcas pesqueras y deseaba buena suerte a quienes al amparo de las sombras se lanzaban a una arriesgada travesía, intentando alcanzar la costa española. Cuando Tarik regresaba, a veces se atrevía a preguntarle cuándo la llevaría a España. La respuesta era siempre la misma: “Nunca”.
El día que por fin cruzó el Estrecho de Gibraltar su risa y el movimiento del barco iban al mismo ritmo. En esa misma compañía naviera trabajaba su esposo desde hacía muchos años, tantos que estaba a punto de jubilarse. Aunque en realidad ahora estaba a punto de morir en un hospital de la Costa del Sol. La empresa se hizo cargo de su ingreso en la UCI cuando sufrió una hemorragia cerebral, y gestionó el visado para que ella y su hija pudieran viajar a verlo. Dio gracias a Alá porque Tarik aún vivía. Nunca imaginó que ese pudiera ser su rezo algun día; tal pensamiento volvió a despertar un cosquilleo intenso que subió hasta la garganta.
Muchas veces había llorado con su niña en brazos, pero ahora los delfines la vieron reír cuando salió a cubierta buscando serenarse con una bocanada de aire marino.
Poco después divisó el puerto de Algeciras. Entonces respiró hondo, miró al cielo, con un brazo apretó contra sí a la pequeña y con la mano libre se quitó el pañuelo de la cabeza. Después, con gesto desafiante, arrojó al agua el billete de regreso.

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